Cincuenta metros de fondo,
el ancho no podría precisarlo, papá no hacía énfasis en esa dimensión. Rodillas
paspadas, parada en medio con los brazos en jarra, enseñándole la espalda a la
vida, con el semblante grave mirando al paredón final de mi casa de Javiera
Sosa.
Mis
inclinaciones por la observación de la fauna animal, en complemento armonioso
con una extrema piedad por las bestias me llevaron a descubrir por mí misma,
cuestiones específicas, biológicas y comportamentales de los gorriones
argentinos. Plaga nacional, seres de una nobleza increíble. Por esos años, mi
amor por estos pajaritos era muy grande, los estudios etológicos más extensos y
sistemáticos fueron dedicados a ellos.
En
esa posición -brazos en jarra, de espaldas a la vida-, en la que a veces aún me
encuentro llegando a La Única Solución Posible, fue que en la que en aquel momento
concluí que era necesario implementar un plan urbano para las crías de
gorriones que prematuramente caían del nido, y no podían ser salvadas por la
pericia de la intervención científica y devueltas felizmente a la vida salvaje
del Barrio Docente.
Así es que se gestó el
cementerio que funcionó por años en el patio. Los cadáveres eran
respetuosamente sepultados; y marcadas sus tumbas con lajas que encontraban
rotas por el barrio. Con el tiempo se decidió que ese lugar debía cumplir con
algún propósito que llevara a contribuir en la acumulación del conocimiento
científico (al menos el mío).
Fue
así que un sector de la Necrópolis fue destinado a la Anatomía. Enterrábamos
algunos cadáveres por unos días, y luego los exhumábamos para realizar una
autopsia en la que serían extraídos el corazón y los gusanos que se alimentaran
de los restos del pajarito.
Como
éramos chicas, mis hermanas y yo, las operaciones eran verdaderamente
rudimentarias. Por barbijos usábamos las camisetas manga larga de algodón que
mamá nos obligaba a usar hasta muy entrada la primavera. Y como instrumentos
quirúrgicos ramas de árboles. Guardábamos así, prolijamente en unos frascos
rebosantes en alcohol fino órganos y organismos que de los cadáveres extraíamos.
(Por algún motivo
recolectar y conservar comenzó a convertirse en una afición, y la mejor manera
de comprender -o calmar- el complejo y caótico mundo).
De aquella época lo que más
recuerdo de todo, es el gris del paredón del fondo de mi patio, si. El revoque
grueso y las lajas del cementerio... Mi geografía infantil se caracterizaba por
coordenadas medianeras. Todos los niños de allí, éramos animales de bici y
paredones. Generalmente
no se entraba por la puerta de la reja a las casas de los vecinos. Se optaba
por caminar haciendo equilibro por los dos metros de altura que limitaban los
dúplex del pequeño barrio. Era una decisión táctica, ya que se hacía un uso
racional del tiempo y las energías. Además de tener absoluto control panóptico
de toda la cuadra.
Yo
era bastante mala en ese aspecto. Toda mi vida me acompañó el vértigo… así que mi
papel era un tanto más estratégico. Digamos que era la tonta que se quedaba
parada en el patio e intentaba impartir órdenes, que eran acatadas en mayor o menor
medida, de acuerdo al humor y atención de mi hermana la más mediana que siempre
tuvo carisma y la atención de todos sin mucho esfuerzo: todo
era natural y fluido en ella. Durante gran parte de mi infancia la envidié por
eso.
De todas formas, en
lo que no me quedaba atrás era en las campañas que se armaban montados en las
bicis. Así fue, y gracias a eso, que salvamos la vida a la gallinita.
En
la manzana vecina había un potrero en el que crecían plantas patagónicas
salvajemente. Una vez cada seis meses, o quizá no tan a menudo, la
municipalidad mandaba maquinas para nivelar el terreno y sacar los yuyos
enormes que crecían allí. Lo interesante era que dejaba sobre una de las
mitades del lote montañas, que nosotros nos dedicábamos a moldear para que
sirvieran de pista de bici cross.
A
partir de ese momento comenzaban, tarde o temprano, los conflictos con los
chicos del barrio vecino (que estaba después del potrero). Afortunadamente el
lote era los suficientemente grande y todos lo suficientemente niños como para
que pasara a mayores.
Una
de esas tardes, mientras ejercitábamos los talentos en la bici, vi cómo sobre
el otro extremo del campito se agrupaban en círculo unos niños más grandes y
definitivamente más amenazadores. En el centro del círculo había un ave de gran
tamaño y que estaban por rematarla de un toscazo. Esta era una tosca de tamaño
importante, un canto rodado de unos veinticuatro centímetros de largo, por diez
u once de ancho.
Yo
tenía una bici rodado veintiséis gris jaspeada, muy pesada y en un instante de
coraje inconciente me lancé a la carrera contra el grupo de pendejos al grito dejen a ese animal en paz. Entre el griterío
infantil y la confusión de los potenciales asesinos, logramos que perdieran
interés en aquella empresa. Digo logramos, porque en el momento en que el
enfrentamiento era inminente, encontré montada en su bici y a mi lado a mi hermana la más menor,
cuyo amor por las bestias fue mucho mayor al profesado por la humanidad durante
toda su vida.
El
resultado de toda esa polvareda y corrida fue el triste cuadro de una gaviota
gris, de tamaño mediano, con su cola casi arrancada por unos niños ferales.
Mientras examinaba superficialmente al bicho, mi hermana iba a casa corriendo a
conseguir una caja-camilla donde transportar a la gallinita (bautizada
desde el primer momento en que nos referimos a ella). Fue así que el periodo de
recuperación de aquella ave salvaje se dio lugar en el patio de casa, a
costa de mucho trabajo y los nervios de mi perro León, que quedaron destrozados
por los celos y la violencia de la gaviota.
También
por esa época en la escuela la maestra había armado un acuario gigante y bastante
estúpido, de trágicas carpas naranjas. Seres largos y sin encanto que se
aglutinaban a razón de treinta existencias, en una pecera donada por el papá
vidriero de un compañero que estaba enamorado de mí pero que no me gustaba ni
un poco.
Del
resultado de esa experiencia educativa que duró todo un año lectivo y en la que
la señorita quería enseñar la responsabilidad del cuidado de otra vida; fue que
terminé adoptando, en base al más riguroso azar, al pez que se llamaría
Rogelio.
Mi
nueva mascota fue alojada en la fuente que mamá usaba para hacer lasagna, la
cual cedió como única respuesta sobre la decisión que la maestra había tomado
sobre la planificación familiar. Sobre la mesada de la pequeña cocina de mi
casa, Rogelio, fue instalado como icono de la crueldad materna. Nunca entendí cómo
convivir con la inquietud que me generaba esa situación: mi pez, alojado en
otra cosa distinta a una pecera. Era una obra de arte que condensaba toda la
maldad del mundo.
Rogelio,
a pesar de su condición de carpa ordinaria, supo marcar una particularidad:
desarrolló una gran personalidad suicida. Fue así que niña y pez nos dimos a
coordinar una compleja rutina en la que éste se arrojaba al vacío aterrizando
en los rojos azulejos de la cocina; y yo, agudizando mi astigmática visión, acudía
a rescatarlo. Fueron innumerables las resucitaciones a la carpa suicida bajo el
chorro de la canilla. Esa relación era confusa y estrecha, y fue sostenida con
una terquedad incansable.
Pero
Rogelio era un pez, y eventualmente cumplió su cometido. Terminó por quitarse
la vida definitivamente durante la fiesta de cumpleaños de mi hermana la más
menor, alguna tarde de octubre del año 1994. Cuando volvimos a la casa, mis
padres lo encontraron sin vida sobre la bacha, donde su cuerpo contrastaba
notablemente en aquella superficie.
Ese día reconocí a la
muerte. Recuerdo que enterré al pez junto a los pájaros mientras me ahogaba con mis
propias lágrimas y mocos. Le hice una lapida gigante con una laja muy linda que
estaba guardando para una ocasión importante. Todavía permanece vivida en mí
memoria la tempera blanca con la que escribí el epitafio: ROGELIO PALLERO 1994-1995.
Durante
muchos años creí que aquel animalito había estado poseído por el espíritu de
Kurt Cobain. Así fue como mitigue mi dolor y di respuesta al comportamiento
bizarro de aquella carpa. Construí, de esa manera, la primera leyenda de mi
historia... Aunque ahora, lo único notable para mí de toda la historia en verdad
sea que a mis ocho años escuchara Nirvana.