Qué nos lleva a amar a otras personas la verdad es algo que —por suerte— nunca termina de saberse por completo. De hecho, los años me han llevado a entender que cuanto más se puede explicar sobre un vínculo, más hay que sospechar de ello. Pero pensar siempre ayuda, aunque eso nunca nos ahorra —o no debería— las contradicciones, los puntos ciegos, los pantanos en los que encallamos enganchades de nuestros propios mambos psicológicos, esas “arenas movedizas del pensamiento”, diría Mr. Jones.
Ojo que no estoy hablando de relaciones —no importa del tipo que sean—
donde lo que circula es violencia de alguna clase… eso que tan genéricamente se
llama “toxicidad”. Estoy hablando de relaciones en las que las cosas están bien
porque te sentís bien, porque las cosas crecen, se complejizan, aparecen aspectos
tuyos y de les ortes que son nuevos y potenciadores del vínculo. Relaciones que
tienden a la desilusión en el sentido de que apuntan a la desidealización de une
misme y de les otres. Donde no se ven como errores o problemas los momentos de
tristezas, de discusiones serias, de quedarse pensando con lo que dijiste y —sobre
todo— con lo que te dijeron. Relaciones donde entendés que no se trata de tu felicidad,
como idea de completud, lo que te une a les otres… hablo desde una concepción del
amor que está bastante lejos de la vaina romántica patriarcal, mucho más cerca
de la incertidumbre y de la idea de finitud que de otras cosas.
Lo curioso del amor en nuestra cultura, es que se nota más cabalmente
cuando se lo pierde o se lo defrauda. Se invisibiliza todo lo que realmente
marcha y nos hace crecer. Por eso se le tiene tan poca estima a las amistades
como verdaderos amores, por ejemplo; y se sufre de modo tan estragante cuando hay
rupturas de esos vínculos… no hay palabras, no hay red simbólica para llorar
esas perdidas y se transita todo eso en soledad y silencio. Por eso solo
podemos hablar de lo que se pierde en las rupturas sexoafectivas, que son las
que el sistema cis hetero patriarcal y capitalista absorbió para seguir produciendo
y reproduciendo la fuerza de trabajo a explotar. Por eso a algunes escandaliza
y a otres les llena de regocijo una “tiradera despechá” que se vuelve hit a fuerza
de hate o elevación a himno; que se reproduce al infinito como meme,
como dedicatoria, como remix, como discusión política o filosófica.
Con más o menos contradicciones, lo que queda al descubierto es que a la
asimetría constitucional de los vínculos, se le monta la asimetría del sistema…
y entonces hay que reclamar resarcimientos simbólicos y materiales. Y no se
trata de hacer una vindicación a la idea naïf de que sería posible deshacernos de
esto, porque el amor —para mí— no es más que un por dónde y cómo, eso, que es
una cantidad, circula, se estanca, explota, se disipa… Y si es una economía,
entonces deberíamos preguntarnos por la plusvalía, ¿no? Porque si lo que nos inquieta
es el modo de producción y reproducción de lo que creamos como humanidad, no
podemos olvidarnos que bajo ciertas coordenadas, hay parte de nuestra producción
que puede ser expropiada… o no.
Por eso, cada vez con más convicción aspiro a vínculos que no sirvan para
nada que pueda ser intercambiado por o como mercancías. No porque no haya
valores sociales involucrados en los vínculos —vivimos en una sociedad y no escapamos
a lo que nos hace performar—, sino porque en el mismo acto de amar con otres, busco
que algo del sistema se mal logre y que ese plusvalor que se libera en el
arruinar ese circuito vuelva, irradie y genere potencias inabarcables,
inenarrables… solo traducibles a estados físicos vagos, que a lo sumo me obliguen
a que se me escape una sonrisa torcida, de esas que me hacen estirar fugazmente
la comisura izquierda, y que para cuando la percibí ya desapareció. Como esas
contracciones involuntarias que provocan los estímulos que recibe el sistema
nervioso cuando menos los estás esperando y tu psiquismo responde con un “…
cierto…” sin palabras, de solo gesto. Y ya sabemos que los gestos, cuando son actos
políticos, son la semilla de toda revolución que vale la alegría. Porque finitud
y permanencia —por suerte— son dos cosas distintas.