Despertar con una
melodía en la cabeza y que toda tu mañana se encuentre ominosamente relacionada
con esa canción: forma y contenido, contenido y forma; que no es la letra y la música,
la música y la letra, porque así no funciona ningún texto. Porque casi todo lo
que pasa puedo pensarlo como un texto. Escuchar, mientras espero un turno que
se demora, un análisis sobre Hallelujah de Cohen: su progresión de acordes —cómo
se sienten en el cuerpo los mayores, menores y disminuidos… como si algo de todo
eso fuera natural— y la letra. Que antes y después de ese “recreo” me obliguen
a pensar en el amor para mostrar posibles claves de lectura a la otra persona
con la que se trabaja.
Odio que las
cosas me persigan, odio que no tengamos una palabra en español para expresar
que no es cualquier tipo de persecución… to be haunted es otra cosa —Ser
perseguido es, definitivamente, más liviano—. No se siente como este agujereo
constante a nivel ontológico que se presenta sobre todo con los silencios entre
cada una de las cosas que se logran reconocer. Odio haberme resignado a que
esto siempre será del mismo modo, que lo que se entiende como una maldición, no
es más que aquellas cosas con las que se siente una atracción irresistible y
que vuelve desde fuera como una inminencia acechante. Odio saber que en
realidad esto que nombro como resignación en realidad sea parte de mi deseo, que
este ceder a ello no implique solo ser doblegada, sino otorgar una parte de mí
—mi voraz curiosidad— al mundo.
No siempre se
trata de un qué, no siempre se lo puede disfrazar de tal cosa. Porque en
esos momentos en los que consigo escuchar el silencio, entiendo con todo el
cuerpo que se trata de un cómo ese cuánto aparece. Será por eso
que todo pueda resumirse en ese esfuerzo imposible de dar caza a lo que insiste.
Odio to be haunted por la misma cosa siempre, y eso me hace enojar como
cuando tenía que estudiar a Freud hablando sobre la neurosis obsesiva. Solo que
ahora estoy vieja y sé que la curiosidad no mata al gato, sino que —como nos
enseña el ensayo de Schrödinger— se encuentra vivo y muerto al mismo tiempo, agujereando este pequeño
espacio de la mente que llamamos el mundo, retornando desde fuera agitando lo
más intimo e interior al mismo tiempo.