Durante el periodo de entre
guerras, los Estados se valieron de las vanguardias futuristas,
racionalistas, constructivistas, entre otras, para hacer énfasis semántico en
el poderío; materializado en obras públicas y propagandísticas. Era necesaria
la ratificación del poder, de que se mantenían en pie como las Grandes Naciones
que eran. La República de Weimar, la Alemania Nazi y la Italia de Mussolini, la
URSS de Stalin, son muy buenos ejemplos de ello.
En Argentina tuvimos a Salamone,
el arquitecto de las políticas nacionalistas grandilocuentes: mataderos,
municipalidades, cementerios, escuelas, plazas… edificaciones simbólicas e
ideológicas de la arquitectura asociada al trabajo, el orden y la muerte.
Matanza-Tributo-Descanso Eterno, como equivalente de la tríada italiana lavoro, ordine, eternitá.
Hay un efecto de humorada negra
cuando se mira la obra de Salamone hoy. Es algo que trasciende a los motivos
ideológico-estéticos del autor. Es un efecto de sentido propio de la obra de
arte, en el contexto histórico en el que se la aprecia, y revaloriza: la
argentina de principios del siglo siguiente.
Los pueblos que fueron soportes
involuntarios de sus despliegues escénicos crecieron, pero aún así hoy quedan
unos cuantos metros debajo de esos monstruos colosales, abismales, amenazantes.
Que están allí, como los tótems: para ocultar y recordar lo que debió ser y
permanece amenazado de por vida por fallido.
Hay una necesidad de añoralgia (dirían los Les Luthiers)
sobre el “bueno e inocente interior de la Provincia”, con su vida cuasi
silvestre, desembarazada de la corrupción de las grandes urbes porteñas.
Salamone —el Salamone de hoy— se caga de risa de todo eso. Descorre el velo y
nos muestra lo ominoso de una provincia que se construyó toda con inmensos
derramamientos de sangre. Y nos lo recuerda en los tres íconos del Estado
moderno: el matadero, el orden burocrático y el campo santo.
La megalomanía de su arquitectura
nos enseña la belleza del monstruo: se muestra grandiosamente. Nos deja
estupefactos y horrorizados de la obra del hombre, que supera a “la obra divina”
y la amordaza poniéndole un pórtico de entrada donde lo colosal de los
simbolismos cristianos sólo sirven para enfatizar que Dios es el Hombre.
El poder de la ironía, del humor
en cualquiera de sus formas, es una de las discusiones filosóficas que más crímenes
históricos carga en el prontuario del occidente civilizado. Salamone está ahí
para recordárnoslo: en Azul (capital ideológico-estratégica de las FF.AA y la
Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana) con ese Arcángel grave y definitivo.
En las ruinas de Epecuén y su matadero como una película buena de zombies
(buena porque esta si asusta, esta si es real). En la Escuela Normal Nro. 1 de
Balcarce. En la Municipalidad del pequeño y tranquilo Rauch.
La vuelta de algo familiar —por
haber sido parte del Proyecto de Nación que se tuvo, que nos formó en las
escuelas del “mi mamá me mima/ yo amo a mi mamá”; de las ideologías represoras
que configuran el entretejido de la hegemonía de nuestro “inocente interior”—, pero distorsionado, levemente corrido de lugar. Ahí, en esa devolución, está Salamone,
cristalizando la maldad y devolviéndola impertérrito.
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