Soñé que me moría. Soñé que me
mataban y que me moría mientras seguía soñando. Soy psicóloga y sé que muchos
pensarán que tenemos mucha idea sobre esto de los sueños, pero lo cierto es que
nunca había trascendido el punto de angustia previo a la muerte en el sueño sin
despertarme… no hasta este día en cuestión.
El sueño es breve: Yo estaba en
una cabina telefónica, de esas de antes que estaban en la vereda todas
vidriadas. Alguien me apuntaba con un arma y me obligaba a salir. Yo sentía
mucho miedo. No ofrecí resistencia alguna: me estaban apuntando a la cabeza
con un arma grande (una 9 mm), me obligaban a mirar hacia abajo y a recostarme
en el piso… ¿qué otra cosa podía hacer? Sabía que eso podía ser el final (estaba
muy convencida de que eso sería todo). Sin embargo entendía que mantener cierta
sumisión, obedecer por completo, dejar mi cara contra el piso, si no me salvaba,
al menos prolongaría un poco más mi vida. En cambio algo me perturbaba: no había
visto la cara de quien me tenía encañonada. Era una inquietud insoportable, no
podía contener la necesidad de mirarlo. Yo sabía que si levantaba la vista ese
era mi final, sin embargo mientras mis pensamientos corrían a la velocidad de
un rayo analizando todo esto, los músculos de mi cuello y cabeza se activaban y
recorrían el trayecto que separaba mi cara en el piso del ángulo límite de articulación.
Finalmente alcé la vista y clave los ojos primero en el cañón del arma que
rápidamente se corrió hasta mi frente y luego supe que mis ojos dieron con una
cara. No sé si alcancé a hacer foco, y si lo hice no lo recuerdo, porque las
amenazas que se vociferaban informes en segundo plano fueron tapadas por el
sonido del disparo. Sé que llegué a pensar “listo”. Sé que al zumbido inicial
le siguieron unos cuantos segundos de silencio donde claramente podía oír mi
sangre. Podía oír claramente cómo mi corazón bombeaba furioso mi sangre hacia
la cabeza. También alcancé a pensar “pero qué onda, cómo es que todavía no
estoy muerta”. Y después, inmediatamente después, todo se apagó.
Me desperté luego de haber muerto
y no había angustia, sino más bien una gran intriga y confusión: “¿eso es
morirse? –pensé yo-, ¿dónde está la peli de mi vida al mejor estilo flash back? ¿Dónde está el terror de perderlo todo? ¿Por qué no me
meé encima, no pedí compasión, no lloré por los hijos que podría haberme inventado?
¿Por qué sentí esa necesidad irrefrenable de mirar la cara de mi verdugo, a
sabiendas (previo calculo en tiempo real) de que quizás mi cerebro no fuera lo
suficientemente rápido para procesar esa imagen antes de que la bala licuara
mis neuronas? ¿Por qué no pensé en mí, en mis circunstancias?
Un par de días después llegaba a
la conclusión de que esta vez no me tocará estar sentada mirando la tele y
llorando si vuelve a saltar todo por los aires como en el 2001. Y volví a
pensar en este sueño que me quitó el sueño de manera tan diferente a otros. ¿Qué
se gana cuando la necesidad de saber supera tan radicalmente a la angustia que
provoca la existencia y que nos sujeta tan tozuda a la conjugación de ser? ¿Se
gana algo? ¿De eso se trata acaso, de ganar? ¿Qué historia podemos narrar de
las derrotas? ¿Son derrotas acaso? Si no pude afirmar en aquellos instantes si
mis nervios ópticos lograron enfocar o simplemente olvidé aquello visto. ¿Acaso
no me canso de repetirles a mis pacientes sobre la función económica del
recuerdo? ¿Acaso no defiendo, en actitud casi mística, que el tiempo es otra
cosa… que hay tiempo para todo al fin y al cabo?
Tantas preguntas para obtener
sólo una respuesta: el sonido de mi torrente sanguíneo bombeando hasta el final.
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